- ¿Tienes Facebook?
-No.
- ¿Tienes Twitter?
- No.
- ¿Qué tienes?
- Una vida.
-¡Pásamela para jugar en “Candy Crush”!
En pleno siglo XXI, además de tener
nombre y apellido para identificarnos, dejamos la marca del “yo” con el uso de
tecnologías modernas. La posibilidad de tomar una increíble cantidad de
fotografías diariamente permite que se pueda registrar de manera gráfica cada
instante de nuestra vida. Y esas imágenes no necesariamente quedan guardadas en
algún álbum polvoso en casa de la abuela, sino que, incluso en minutos, pueden
dar la vuelta al mundo al ser publicadas en plataformas de contenido social,
como, por ejemplo, Facebook y Twitter.
Al igual que ocurrió con la mejora y
popularización de los espejos durante el Renacimiento, el poder manipular las
fotografías captadas por el celular con cualquier programa de edición permite
que exploremos facetas desconocidas de nosotros (¿cómo me vería siendo una obra
de Andy Warhol?), aún más si consideramos la creciente popularidad de las selfies, que abre la posibilidad de
tomar “retratos” en cualquier situación y desde todo tipo de ángulos.
A través de plataformas tecnológicas
que permiten compartir estas imágenes, nuestra forma de introducirnos al mundo
ha cambiado. Antes de conocer a otra persona cara a cara, quizá ésta ya haya
repasado todas las fotografías y actualizaciones de estado que hemos compartido
de manera pública. La conciencia, entonces, se empieza a desdoblar de formas
extrañas: ¿quién soy en realidad y qué imagen quiero dar en estos espejos
distorsionantes que me ofrece la tecnología del siglo XXI? Además, gracia a
estas nuevas herramientas, se pueden plantear cuestiones válidas sobre la
verdadera amistad y sobre la naturaleza de las relaciones humanas, que, al
parecer, ahora se dan a través de pantallas luminosas.
Como en el mito de Narciso, el
endiosamiento que tenemos por nosotros mismos al visitar nuestro perfil de
Facebook es evidente. A través de la publicación de fotografías, pretendemos crear una imagen, muchas veces
distorsionada de quiénes somos o aparentamos ser. Quizá lo deseable para los tweens es publicar selfies con su nuevo smartphone;
para los adolescentes, presentarse en situaciones cool en un entorno de fiesta, y para los jóvenes, mostrar su
excelente condición atlética publicando que están en el “gym” o que acaban de correr 5 kilómetros.
Los seres humanos siempre hemos sido
contadores de historias, y lo seguimos siendo. Con el desarrollo de la
tecnología, sin embargo, ha cambiado la forma en que lo hacemos: menos es más.
Respondemos con 140 caracteres a la pregunta “¿qué estás pensando?” Nuestra
historia está compuesta por pedacitos de 140 caracteres y publicaciones en el
muro. Este micro pensamiento está causando modificaciones en la lengua escrita
(por ejemplo, se ha popularizado la costumbre de algunos de sustituir la “q”
por la “k”), que traerá cambios en nuestra forma de dialogar y, por tanto de
pensarnos, de entrar en contacto con nuestra conciencia, al igual que ocurrió
con la publicación de grandes obras literarias en lengua vulgar.
Más allá del nombre, ahora somos
nuestras imágenes, nuestras
actualizaciones de estado, nuestros 3 mil amigos… Al mismo tiempo, parece que
no tenemos preocupaciones, que las cuestiones que atañen a todos los seres
humanos desde hace siglos –libertad, justicia, felicidad, etc.- no nos
importan. Mientras, es más importante decirles a nuestros “amigos” –muchos de
los cuales ni siquiera nos saludarían en la vida real- que nos estamos tomando
un café en el Starbucks de la esquina de la casa. De cualquier manera, quizá
nuestra presencia en estas plataformas es la forma moderna de alcanzar la
inmortalidad.