jueves, 29 de diciembre de 2011

La Planchada



Mientras estudiaba cuarto de primaria en el ya desaparecido Colegio Héroes de Clipperton casi toda la población estudiantil y “profesoril” desapareció, se esfumó. En ese momento desconocía la razón… bueno, sigo sin conocerla con exactitud.

La rutina usual era que al terminar el recreo todas las pirinolas de 8 ó 9 años de cuarto año regresábamos al salón para seguir haciendo las fabulosas “mecanizaciones” que tanto le gustaban a la miss Marisela (¡y que yo odiaba con todo mi corazón!). Pero en ese día trágico, no había miss Marisela, no había multiplicaciones en el pizarrón, y no había hojas de “Tips en fichas” en las bancas. Vacío total; alegría total.

Como buenos niños tomamos asiento en nuestras bancas e inventamos nuestros propios ejercicios matemáticos… Si, claro, y también nos comíamos todas las verduras que nuestras mamás nos daban cada día. No, lo que de verdad pasó es que salimos al patio a jugar. Después de atormentarnos mutuamente jugando a “los encantados”, el miedo se apoderó de cada uno de nosotros. Estábamos solos en el mundo, sin comida o cosas para tomar…

Roberto, que hacías las veces de líder del salón, organizó una colecta de alimentos… Creo que lo único que se pudo conseguir fueron unas cuantas papas que habían sobrado de la hora del recreo. Todos moriríamos de hambre. Pero, sinceramente, la falta de comida no era el problema principal para ninguno de nosotros...

Óscar, fanático aficionado al futbol (y bastante buen futbolista, por cierto, aunque las niñas lo acusáramos de foulero), nos recordó que en la escuela existía la siniestra presencia de “la planchada”, una enfermera muerta que buscaba calmar su sed de sangre… Como todo el que busca encuentra, las niñas empezábamos a escuchar sonidos raros y a ver figuras extrañas en la azotea de la escuela (yo me imaginaba a la fantasma como una mujer con cabeza de plancha). De repente, todos mis compañeros tenían anécdotas sobre la Señora Doña Planchada, y yo sólo tenía ganas de ver a mi mamá y comerme las verduras de la hora de la comida.

Cuando el susto era muy grande, aparecieron los alumnos de los demás grupos y varios profesores. Al parecer había habido algo en el otro patio de la escuela… La Planchada despareció para no regresar jamás, bueno casi nunca regresa, sólo cuando mi mamá recuerda esta anécdota y me explica (por centésima vez) que la fantasma es una señora con el uniforme almidonado que se aparece en los hospitales de México.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Caminar en una tarde de noviembre




El viento y las hojas amarillas se habían vuelto cómplices una vez más. Los árboles dejaron caer sus vestidos y las hojas formaron torbellinos dorados alrededor de los enamorados. Todo a su alrededor cambiaba, el suelo cambió de gris a amarillo, habían pasado de un largo y soleado verano a un triste y oscuro invierno, y el cabello de la chica, perfectamente peinado, ahora ostentaba una corona de naturaleza muerta. Pero el otoño daba la seguridad que los corazones adolescentes siempre desean al descubrir por primera vez aquello que hace que escribamos poemas como "Shall I compare thee to a summer's day...", porque el otoño es la única estación que permite ver cómo el sol cae a la tierra.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Fin del milenio: Segunda parte.

Pero otra parte genial de crecer en Estados Unidos fue la exposición a la cultura y al humor americanos, considerados por muchos como una verdadera porquería.

A los 11 años tenía -y gozaba- de mi propia tarjeta, boleto dorado para sacar libros y películas de la biblioteca pública. Me gustaba enormemente leer las historias de misterio de Arthur Conan Doyle (sí, sé que es inglés), protagonizadas por el magnífico Sherlock Holmes, y de Carolyn Keene, cuya heroina, Nancy Drew, era uno de mis modelos a seguir. Me parece que no logré terminar de leer todos las aventuras de Nancy, pero si pasé muchas horas emocionándome con sus casos, incluso noches enteras.

En una dulce tarde de verano terminé de leer uno de los libros sobre el que el abuelo constantemente hablaba: The Old Man and the Sea (El viejo y el mar), de Ernest Hemingway. No me pareció excepcionalmente genial, pero si provocó que intentara escribir y hacer muchas cosas con la mano izquierda. En esa tarde fui hasta Cuba y regresé a casa a la hora de la cena. Las imágenes que Hemingway creó en ese cortísimo libro siguen apareciendo con gran fuerza en mi cabeza.

Y ya que estoy en el tema de Cuba, recuerdo que también en esa época fui expuesta al deporte rey de los americanos: el baseball. Babe Ruth, Lou Gehrig y todos los Yankees de 1949 se convirtieron en mis héroes favoritos. Uno de mis mayores miedos en aquella época era no volver a jugar baseball en el jardín trasero de la casa, lugar en el que también aprendí las nociones más básicas del golf, mi deporte favorito. Seguía cuidadosamente los majors del golf y la Serie Mundial, eventos que aún hoy captan mi atención (por cierto que ya no me da miedo no volver a jugar baseball y soy fan de los Boston Red Sox).

Leí la mayoría de los libros de Roald Dahl, consumí programas ingleses "al por mayor", aprendí a reirme de cosas tan tontas que muchas personas no entienden y empecé a soñar como loca...

And that is "The American Dream".