domingo, 1 de diciembre de 2013

De los espejos en el siglo XXI

- ¿Tienes Facebook? 
-No. 
-  ¿Tienes Twitter? 
- No. 
- ¿Qué tienes?
 - Una vida. 
-¡Pásamela para jugar en “Candy Crush”!

En pleno siglo XXI, además de tener nombre y apellido para identificarnos, dejamos la marca del “yo” con el uso de tecnologías modernas. La posibilidad de tomar una increíble cantidad de fotografías diariamente permite que se pueda registrar de manera gráfica cada instante de nuestra vida. Y esas imágenes no necesariamente quedan guardadas en algún álbum polvoso en casa de la abuela, sino que, incluso en minutos, pueden dar la vuelta al mundo al ser publicadas en plataformas de contenido social, como, por ejemplo, Facebook y Twitter.

Al igual que ocurrió con la mejora y popularización de los espejos durante el Renacimiento, el poder manipular las fotografías captadas por el celular con cualquier programa de edición permite que exploremos facetas desconocidas de nosotros (¿cómo me vería siendo una obra de Andy Warhol?), aún más si consideramos la creciente popularidad de las selfies, que abre la posibilidad de tomar “retratos” en cualquier situación y desde todo tipo de ángulos.

A través de plataformas tecnológicas que permiten compartir estas imágenes, nuestra forma de introducirnos al mundo ha cambiado. Antes de conocer a otra persona cara a cara, quizá ésta ya haya repasado todas las fotografías y actualizaciones de estado que hemos compartido de manera pública. La conciencia, entonces, se empieza a desdoblar de formas extrañas: ¿quién soy en realidad y qué imagen quiero dar en estos espejos distorsionantes que me ofrece la tecnología del siglo XXI? Además, gracia a estas nuevas herramientas, se pueden plantear cuestiones válidas sobre la verdadera amistad y sobre la naturaleza de las relaciones humanas, que, al parecer, ahora se dan a través de pantallas luminosas.

Como en el mito de Narciso, el endiosamiento que tenemos por nosotros mismos al visitar nuestro perfil de Facebook es evidente. A través de la publicación de fotografías,  pretendemos crear una imagen, muchas veces distorsionada de quiénes somos o aparentamos ser. Quizá lo deseable para los tweens es publicar selfies con su nuevo smartphone; para los adolescentes, presentarse en situaciones cool en un entorno de fiesta, y para los jóvenes, mostrar su excelente condición atlética publicando que están en el “gym” o que acaban de correr 5 kilómetros.  

Los seres humanos siempre hemos sido contadores de historias, y lo seguimos siendo. Con el desarrollo de la tecnología, sin embargo, ha cambiado la forma en que lo hacemos: menos es más. Respondemos con 140 caracteres a la pregunta “¿qué estás pensando?” Nuestra historia está compuesta por pedacitos de 140 caracteres y publicaciones en el muro. Este micro pensamiento está causando modificaciones en la lengua escrita (por ejemplo, se ha popularizado la costumbre de algunos de sustituir la “q” por la “k”), que traerá cambios en nuestra forma de dialogar y, por tanto de pensarnos, de entrar en contacto con nuestra conciencia, al igual que ocurrió con la publicación de grandes obras literarias en lengua vulgar.


Más allá del nombre, ahora somos nuestras imágenes,  nuestras actualizaciones de estado, nuestros 3 mil amigos… Al mismo tiempo, parece que no tenemos preocupaciones, que las cuestiones que atañen a todos los seres humanos desde hace siglos –libertad, justicia, felicidad, etc.- no nos importan. Mientras, es más importante decirles a nuestros “amigos” –muchos de los cuales ni siquiera nos saludarían en la vida real- que nos estamos tomando un café en el Starbucks de la esquina de la casa. De cualquier manera, quizá nuestra presencia en estas plataformas es la forma moderna de alcanzar la inmortalidad.