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Se sentó, como otras tantas veces antes de dormir, frente al espejo que sus padres le habían regalado hace muchos años. La vida se había ido en un abrir y cerrar de ojos. Todavía recuerda su cumpleaños número quince como si hubiera sido ayer.
A pesar de los consejos de su madre, ella había preferido que le compraran el vestido azul cielo. Su madre se había obsesionado con la organización de la fiesta y, a pesar de ser la festejada, prácticamente no tomaron en cuenta su opinión para la decoración y otros detalles.
En México se había hecho costumbre desde hace algunos años, en especial entre las señoritas "bien" de la ciudad, festejar la fiesta de los quince como una manera de introducir a las pobres chicas a la agitada vida social. Los padres no escatimaban gastos porque creían que la fiesta era el primer paso para encontrar yerno.
La alta sociedad en México había recibido fuertes influencias de las costumbres inglesas y francesas. Las debutantes de la aristocracia inglesa -todas juntas- eran introducidas a los monarcas británicos y a la nobleza, de la cual casi siempre formaban parte, durante un baile que se celebraba al final de la temporada londinense.
Era impensable, por tanto, que sus padres, tan respetados en la sociedad, no le organizaran una fiesta de quince años. Por supuesto que estaba ilusionada con su fiesta porque por fin podría desenvolverse en el mundo que la había tenido prisionera durante toda su vida. Y quién sabe, tal vez hasta conocería a su futuro marido.
Las decisiones de su madre ya la habían hartado, pero por fin llegó el día de su fiesta. Bailó las tradicionales composiciones de Johann Strauss con varios hombres que ni siquiera conocía. Unos magníficos músicos interpretaron algunas composiciones de Dvorak y Massenet. La comida fue excelente, al igual que los grandiosos vestidos de las invitadas. La magnífica fiesta se acabó. Nada nuevo.
Un mes después ya estaba harta de los preparativos de su boda. Esta vez ni siquiera la dejaron escoger su vestido de novia, ¡cómo si le importara! Lo único que quería, a pesar de sólo tener quince años, era morirse. Sin embargo, aún podía encontrar belleza en su vida. Siempre iba a regresar la primavera y su jardín volvería a estar cubierto de tulipanes.
Su intuición no se había equivocado. Su marido era una bestia: infidelidades, borracheras e insultos se habían convertido en costumbre. Toda la vida había soñado con casarse, pero su maridito no era un sueño, era una auténtica pesadilla de la que no podía despertar. Todos los días, sin embargo, tenía que aparentar que vivía en el centro de un matrimonio perfecto.
En su cumpleaños dieciséis recibió como regalo de sus padres un magnífico espejo traído desde Francia. La nueva decoración de su dormitorio la había encantado. El espejo ovalado era de muy buen tamaño. Intuyó que debió haber costado una fortuna: el marco era de plata y el cristal estaba rodeado por un bellísimo forro de terciopelo azul rey.
Sólo el espejo conocía su sufrimiento, y ante él corrieron cada uno de los días de su triste existencia. Ese regalo fue la última alegría de su vida.
Tantos y tantos años después todavía le quedaba el espejo. El esplendor de la quinceañera se había desvanecido y sólo quedaba una cabeza llena de cabello gris, arrugas justo en los lugares que sufrieron por falta de sonrisas y un corazón que ya no soñaba con los tulipanes de la primavera.
Imagen: holdtheweaksauce.files.wordpress.com